¿Delegar o no delegar? Ese el “Hamlet” de muchos gerentes que se atormentan con tal dilema, pese a que todos los estudios y especialistas del desarrollo organizacional señalan que no hay crecimiento posible si no somos capaces de “empoderar” a nuestros equipos.

Creer que “sólo yo sé hacerlo bien” y no tomar las medidas para que eso cambie, si es que acaso es verdad, constituye uno de los síndromes más comunes de la gerencia e incluso, a menudo es asumido como un rasgo de excelencia y dedicación. Está muy bien, por ejemplo, que el presidente de una cadena de televisión alguna vez haya sido el “recoge-cable” de un camarógrafo; pero seguramente tenemos un problema si el mismo personaje se atormenta porque los jóvenes asistentes no enrollan tales cables con la misma perfección que él lo hacía.

Hablamos de lo que muchos han caracterizado como “micro administración”, y que no es otra cosa que una manera delegar sin delegar; es decir transferir la ejecución de una tarea reduciendo al mínimo los márgenes de autonomía y, por tanto, ejerciendo un control extremo sobre cada detalle.

Ello no solo es ineficiente, pues hace que el gerente se enfoque en lo táctico cuando debería ocuparse de lo estratégico, sino que típicamente se traduce en un estilo de liderazgo altamente tóxico. Un estilo que destruye la motivación, y crea una cortina que nos impide apreciar los rasgos positivos del desempeño, si es que tal dinámica permite que se produzcan.

Cualquiera que tenga hijos, por ejemplo, podrá comprender lo importante que para el desarrollo humano es la capacidad de ir entregando progresivamente responsabilidades, no desde la prepotencia, sino desde la confianza en las capacidades del otro, estableciendo claramente los límites y las expectativas, pero asumiendo inevitablemente el riesgo que siempre implica la autonomía.